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Siete Revueltas Magazine

 

Miguel Guerrero o la escritura recóndita en la tierra cercana

Autor: Rosario Pérez Cabaña || Fecha: octubre 13, 2016   DESTACADAS, LETRAS, VARIOS

 

Hay un buen número de autores que están escribiendo legítimamente de espaldas al gran mercado una obra interesante y hay un buen número de lectores que disfrutaría de ella. 

A algunos les gusta creer que a la “alta literatura” solo pueden acceder unos pocos. A veces ocurre. Y no siempre es cuestión de estatura. Cuando hablo de acceder, no aludo únicamente al significado etimológico del verbo (acercarse), a llegar al objeto legible, al libro, algo que el mercado, ese ente de inteligencia suma, entiende perfectamente, sino al pleno alcance del discurso literario. Incluso ese selecto grupo ávido de erudición, esa comunidad culta, vanguardista, que se erige por valores distintivos cuyo mayor temor es ser relacionado con la cultura de masas, es divisado por el mercado y tenido en cuenta. Flaco favor en ocasiones, dicho sea de paso. El gusto de las minorías no siempre justifica los medios. El debate entre las difusamente llamadas literatura de masa y alta literatura ha ascendido últimamente hasta la peana de lo científico, registrándose los valores de estímulos cerebrales que generan una y otra forma de literatura, tan importante es la cuestión de la diferencia. Me pregunto en este punto qué niveles de incitación cerebral alcanzará el escritor que escribe consciente, deliberada y arriesgadamente lo que le da la gana.
“Mis padres han muerto sin saber que yo sé que de pequeño maté a un niño”. ¿Por qué esta frase de los párrafos iniciales de una novela puede terminar en una estantería, pongamos, de Carrefour a treinta centímetros de mis zapatos o puede llegar a mis manos dificultosamente como un fruto inesperado del azar? Conocer esta respuesta y, más allá, actuar en consecuencia, puede llegar a ser, a mi juicio, una fórmula más de aniquilación del hecho literario. La frase en cuestión pertenece a una novela breve, me permito desde la subjetividad incuestionable de mi yo, añadir que deliciosamente sublime, titulada Pequeños detalles sin importancia, publicada en el año 2000 por el escritor linense Miguel Guerrero y editada por la Fundación Municipal de Cultura de Algeciras. Una novela en la que ya el autor nos desgranaba una literatura ensimismada y riquísima en detalles que normalmente pasan desapercibidos, pero que construyen las grandes historias y los grandes personajes. El porqué de que esta novela no haya compartido estante en Carrefour con la obra, digamos, del admirable John Le Carre no es, obviamente, una cuestión de calidad (bastante tiene Le Carré con soportar lomo a lomo a algunos autores o autoras frecuentadores de esos estantes, pero eso ya es otro cantar). Como tampoco lo es que Wells, Orwell, Dick, Lem, Simmons o Huxley duerman asombrados su sueño junto a carros de la compra repletos de omega 3 solo si alguna circunstancia de excedentes los lanza desordenadamente a un contenedor de 3X1.
Conozco algún caso cercano de escritor que abandonó el circuito de las grandes editoriales para centrarse en su discurso. El género, ese denostado concepto… Seguramente ni él ni sus actuales lectores hayan disfrutado tanto de sus libros como ahora. El caso es que hay un buen número de autores que están escribiendo legítimamente de espaldas al gran mercado una obra interesante y que hay un buen número de lectores que disfrutaría de ella, puesto que de eso viene tratando este asunto de la ficción. Este fárrago inicial en el fondo solo quería ser un aplauso a estos escritores que creen firmemente en lo que cuentan. Y creer merece admiración.
Cuando hace apenas un año me enteré de que Miguel Guerrero había organizado y llevado a cabo “heroicamente” el primer y, a lo que sé, único homenaje en España al glorioso e indescriptible Thomas Bernhard allá a finales de los 80, cuando probablemente yo aún no sabía que iniciaría con el narrador austríaco, recién desaparecido por aquel entonces, uno de mis mayores idilios literarios, todavía no había leído ni una sola página de este inusual y recóndito escritor, editor y activista cultural de la Línea de la Concepción (Cádiz). Pero me entraron ganas. Un buen amigo suyo me había hablado de él y de su literatura, accesible apenas a sus más cercanos seguidores en la comarca. Cuando con el primer café que compartimos en su ciudad, de la que apenas sale, en un arranque casi buñuelesco que parece convertirlo en uno de los personajes de sus propias narraciones, puso en mis manos el borrador de la novela La temperatura, supe que hay gente con suerte y que entre ella estaba yo. Una entrega promisoria que me llevó al descubrimiento de un autor del que, tal vez en circuitos cerrados, dará mucho que hablar. Con anterioridad, Guerrero había publicado Rapsodia de un submarinista (1988), el libro de relato Arquitectura del dolor (1990) y Pequeños detalles sin importancia (2000), obras que parecen suponer, según deja entrever el prologuista de esta última novela, una trilogía que ha llegado a entenderse como un ciclo narrativo. En 2014 publica el conjunto de relatos y reflexiones Prueba de lo equivocado que estamos siempre. Su última entrega es la novela La temperatura, que acaba de editarse en el sello editorial El hombre cohete.
La temperatura es una novela corta ma non troppo. Corta de páginas, pero larga de miras. Tan larga que no llega ni a terminar, pero esto, que no quiere ser ni de lejos un spoiler, tendrán que comprobarlo ustedes mismos. En líneas genéricas, podría decirse que La temperatura plantea una historia a modo de distopía arcádica en un innominado aunque reconocible lugar del sur de España flanqueado al oeste por el Atlántico y al este por el Mediterráneo, bajo la presencia espectral de la Roca. Un lugar asmático y paulatinamente arrasado por las extremas subidas de las temperaturas. Pero hay más, mucho más. Una sensación de asfixia se extiende por las cosas, por los animales y por las personas, que son los universos que dan nombre a los tres capítulos de la obra. Desde la oracular referencia al documental de Guy Debord con que se abre la novela: “Vamos dando vueltas por la noche y somos devorados por el fuego” (título que responde a la traducción del palíndromo “In girum imus nocte et consumimur igni”), el tercer elemento se configura como una anticipación angustiosa de algo que siempre parece estar a punto de ocurrir. Algo acuciante que, como en los sueños, no termina nunca de encontrar su perfil nítido; esa especie de inquietud que a fuerza de transparencia deviene en espanto o en insólito sosiego.
“Hubo un tiempo en que los hombres morían con un perceptible temblor de labios”.
Ahora, en este presente ucrónico en el que nos sitúa la novela, la temperatura mínima que puede soportar un hombre hace imposible ese identificable gesto de despedida del mundo. El calor vuelve enfermos a los hombres (imposible no acordarse de Meursault, el protagonista de El extranjero), algunos por estas latitudes lo sabemos bien. Todo en el entorno, en el paisaje, ha sido modificado por el calor insufrible. Por una parte, vemos una aún incipiente apocalipsis urbana donde los jardines perduran como osarios abandonados y las calles apenas si sienten los pasos y los solares yermos se llenan de durmientes al raso en busca del sueño, sin posibilidad alguna de convertir ese sintagma en plural. Bandadas de hombres y mujeres depredadores de aire que van siendo expulsados de sus reductos, nómadas casi invisibles, delirantes y asombrados de sus propios pasos. Por otra parte, encontramos un ámbito rural que empuja el hombre a la destrucción o a la trashumancia como forma última de emigración. El éxodo de nuevo.
Así que además de una ciudad donde las pájaros mueren de asfixia y un gorrión puede readquirir su simbología mística de ave sagrada, también encontramos una antiarcadia pastoril, una Arcadia dañada aunque persistente; un espacio rural arrasado por los extranjeros, arrasado por el fuego, un mapa humano obligado al exilio y el fuego siempre como arma. Al fin y al cabo, una ficción con pies en el suelo. Y la enfermedad que avanza al ritmo del desierto, del páramo, de la destrucción de los últimos paraísos.
Una evocación se articula como hipótesis durante la historia: la existencia de los xánticos, una secta adoradora del sol. Sobre la confusa presencia de esta secreta sociedad, la trama avanza sinuosa, con una casa simbólica construida como un cubo de hormigón habitada por el protagonista y correlato constante de la razón frente a la asfixia y el deterioro humano, el primer espacio de emergencia del libro. Y trufando la línea argumental, sueños premonitorios, secretos del pasado, hombres de fuego; intertextualidades varias, como la borgesiana enciclopedia, con volumen perdido incluido, en cuya totalidad se halla la descripción integral de un planeta imaginario. Pero al margen de estas referencias reconocibles que nos llevan directamente al recuerdo de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, lo hermoso para un lector es hallar interacciones tal vez imposibles con lecturas personales, encontrar complicidades insostenibles y creer con arrobo que la historia ha sido escrita para él. Ocurre aquí porque Guerrero es un lector despiadado y su pluma es un potente alambique.
Ya ven, una literatura inoperante la de este escritor linense si se contempla desde la atalaya del meanstream. Una inocuidad realmente operativa si volvemos a considerar que el objeto artístico puede enseñarle el dedo corazón al mercado, que puede instaurar su eficacia ajena al rol central e impositivo de la corriente general. Una escritura gloriosa desde la libertad creadora deslumbrante, recóndita y secreta en una tierra cercana.

Autor: Rosario Pérez Cabaña

Rosario Pérez Cabaña tiene 3 artículos escritos.

Licenciada en Filología Hispánica ha publicado relatos y poemarios. En el ámbito de la investigación, se ha dedicado especialmente al estudio de la poesía hispanoamericana.





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n.f.73. remake


El valor del arte
Roger Scruton

Roger Scruton reconoce ser lo que muchos llamarían un elitista. Cree que ciertos gustos son mejores que otros. Concretamente, prefiere la alta cultura á la cultura popular y cree que esta preferencia se puede justificar racionalmente. Por supuesto, es probable que todo el mundo esté de acuerdo en que el arte, la literatura y la música (las cosas que constituyen tanto la alta cultura como la popular) poseen valor. Su centralidad en la vida humana y el placer que reportan hacen casi absurdo negar esta proposición. No obstante, la idea de que cierto arte es más valioso que otro resulta controvertida. El fundamento de semejante diferencia no es evidente. En sus escritos, Scruton sugiere que parte de la razón es que el arte elevado sirve para transformar nuestra vida, despojándola de su arbitrariedad y contingencia. Le pregunto cómo sucede esto.

«Creo que tenemos que preguntarnos, en efecto, dónde radica el valor del arte elevado», responde. Para apreciarlo y entenderlo se requiere mucha reflexión y disciplina. Vivimos en un período en el que mucha gente no ve qué sentido tiene hacer el esfuerzo exigido para entender las obras de arte difíciles; así que, salvo que le digan qué gana con ello, la empresa entera corre peligro.

«Bueno, las ambiciones humanas son necesariamente arriesgadas, nuestra vida no puede construirse de suerte que alcance espontáneamente una conclusión satisfactoria; no puede construirse de forma que cada parte arroje luz sobre la otra y que ambas queden satisfechas. Nuestras metas se ven frustradas. Nuestra vida se viene abajo. Nada parece realizarse. Y todo esto es inevitable debido a las circunstancias empíricas en las que vivimos.

»No obstante, forma parte del ser humano el hecho de que nuestras ambiciones y nuestros deseos se forjan de acuerdo con nuestros ideales: no sólo de aquello que queremos, sino de lo que estaría bien querer y lo que nos satisfaría en caso de obtenerlo. El ideal no es alcanzable en la realidad, pero nos imaginamos lo que supondría alcanzarlo cuando lo vemos plenamente realizado en la obra de arte imaginativa. Esto se cumple incluso cuando la realización implica la destrucción de un personaje, como en la tragedia. La tragedia reivindica el ideal, mostrándonos cómo ser más grandes, más interesantes, más loables que las fuerzas que nos destruyen. Al contemplar la tragedia, nuestra vida es iluminada por el significado que vemos.»

En este sentido, parece que el arte elevado es para Scruton un fenómeno moral de medio a medio. Le pregunto si, en su opinión, la vida ética sólo se puede sostener y renovar mediante las obras de la imaginación.

«No quiero decir que sólo podamos vivir una vida ética a través del arte o de la imaginación», contesta. «El mejor arte se consagra a la tarea de hacer que valga la pena la vida ética y a mostrar que todos los costes que implica se ven plenamente compensados. Eso es algo que encontramos en las grandes tragedias de Shakespeare. Aunque supone un coste ingente pensar en términos de bien y mal, de deber y virtud, y vivir en consecuencia a los ojos del juicio, también se obtiene la mayor de las recompensas. El juicio nos eleva al nivel en que es posible la satisfacción. Por consiguiente, el arte y la imaginación nos ofrecen luz en la oscuridad. Mas esto no significa que la gente que carece de sensibilidad artística no pueda vivir una vida decente. Desde luego que puede.»

También es cierto que el arte puede ser parte muy importante para individuos muy poco éticos. Estoy pensando, por ejemplo, en Hitler y en su amor por Wagner.

«Siempre se pone este ejemplo», admite Scruton. «No podemos decir que las obras de arte provoquen siempre un buen efecto en las personas, aun cuando su contenido moral sea de un orden superior. El efecto que provoquen dependerá del tipo de persona del que hablemos. A una mala persona puede reconfortarla una gran obra de arte. Pero me parece absurdo suponer que esto nos diga necesariamente algo sobre la obra de arte. Cualquier cosa que provocara un efecto en Hitler le provocaría un mal efecto, al igual que cualquier agua vertida en un canal envenenado saldrá envenenada.»

El problema de esta respuesta es sencillamente que hay gente que no está de acuerdo. Piensan que la música de Wagner tiene algo que explica por qué atraía tanto a Hitler. Así que le pregunto si hay alguna manera de resolver esta disputa.

«Bueno, el caso concreto de Wagner sigue aún muy vivo. Pero pensemos que a Goebbels lo conmovía Mozart. Stalin tenía gustos musicales muy refinados. A Mao Zedong le emocionaba la poesía china clásica, parte de la cual contiene al parecer doctrinas de la vieja ética de Confucio. Sin embargo, todas estas personas perpetraron terribles crímenes. Creo que hemos de reconocer que nuestra apreciación y comprensión de las obras de arte está en primer lugar aislada de la vida; en eso consiste la experiencia estética, en permitirnos contemplar la vida desde una posición de sublime desapego. Las obras de arte no están ahí para influir o guiar nuestras acciones. Están ahí para ser contempladas; pero desde ese acto de contemplación logramos un sentido de lo que es significativo. Y éste alimenta nuestro sentido moral.

»El hecho de que haya malas personas que se emocionan con las obras de arte no contamina dichas obras; debemos pensar en toda la buena gente que también se emociona con ellas. Y quizá lo único bueno de esas malas personas fuera que se conmovían con esas grandes obras de arte.»

Para Scruton, parte de la distinción entre cultura alta y cultura popular tiene que ver con el modo en que ciertos objetos artísticos comprometen la imaginación en lugar de ser meros objetos de la fantasía. Le pregunto qué implica esta distinción.

«Los objetos de la fantasía son sustitutos», responde. «Son una forma de suscitar emociones reales y ofrecer una satisfacción sucedánea. El acto imaginativo, en contraste, es un empeño por crear un mundo posible, un mundo imaginario, donde las emociones son también imaginarias. Por consiguiente, el artista no ofrece una satisfacción sucedánea para una emoción real. El arte difiere, por ejemplo, de la pornografía. El artista hace que alguien imagine tanto el objeto como la emoción dirigida hacia él. El artista explora un mundo imaginado como un ser libre, con todos sus compromisos morales en juego. Esto nos permite distinguir, por ejemplo, entre lo erótico y lo pornográfico.»

No está tan claro, sin embargo, que sea fácil trazar esta clase de distinciones. Por ejemplo, pensando en la diferencia entre el arte erótico y la pornografía, parece posible que el mismo objeto pueda producir diferentes reacciones en diferentes personas. Así, para unos, un objeto artístico puede suscitar un acto imaginativo y, para otros, puede ser un puro objeto de fantasía sexual.

«Esto es difícil», admite Scruton. «Hemos de pensar como los críticos literarios. Leavis habla de las obras de arte que provocan una determinada respuesta. Sabemos lo que eso significa, aunque es difícil de precisar. Lo sabemos porque lo conocemos en la vida. Sabemos que hay personas que provocan una respuesta sentimental y otras que permanecen distantes, como si aún hubiese que captar algo de ellas. Análogamente, reconocemos esto mismo en el arte. El kitsch es una forma de invitación facilona, y la pornografía es una invitación a la fantasía sexual. Lo erótico, en cambio, pone a cierta distancia el objeto sexual, de suerte que éste deviene un objeto de contemplación. Y la pasión suscitada por el arte erótico es una pasión imaginaria, no real. Podemos ver esto, por ejemplo, en los desnudos de Tiziano, que son espléndidos ejemplos de arte erótico. Una Venus de Tiziano no es para nada un material apto para la masturbación. Toda la imagen está velada por la contemplación, e idealizada. No es una mujer al alcance de la mano, sino una mujer que está pensando en su amante. Para captar la atmósfera del cuadro, tenemos que situarlo a cierta distancia de nosotros.»

Scruton establece una distinción similar entre emociones reales y emociones sentimentales. Le pregunto cómo se aplica esto a la comprensión de la cultura alta y la popular.

«Estas son cuestiones filosóficas muy complejas», contesta. «El sentimentalismo es una de esas cosas muy difíciles de definir. Yo parto de la base de que la característica crucial de una emoción sentimental es que, aunque podría parecer que su propósito es volcarse en un objeto, eso de que el objeto es su auténtico foco de interés es tan sólo una apariencia. Su auténtico foco de interés es el sujeto. Por tanto, el pensamiento ante ese objeto no es “qué triste”, sino más bien “qué refinado y conmovedor es por mi parte sentir esta tristeza ante ese objeto”.»

Así pues, parece que, para Scruton, las nociones de sentimentalismo y de fantasía son centrales a la hora de trazar la distinción entre cultura alta y cultura popular.

«Bueno, no pretendía decir que toda la cultura popular sea kitsch», advierte. «Pero es cierto lo que dicen algunas personas como Adorno respecto a que existen diferentes niveles de respuesta al arte, y que unas respuestas son mucho más fáciles de lograr que otras. Son más fáciles de lograr porque implican o bien una suerte de pereza emocional o bien un compromiso con sentimientos autocomplacientes.

»Ahora bien, hay diferentes razones por las que puede ser fácil comprometerse con algo. Una de ellas es simplemente que provoque una respuesta estereotipada. La respuesta es automática y no implica reflexión alguna sobre el objeto. En tales casos, el sentimentalismo está siempre al acecho. Si simplemente estás dando rienda suelta a una respuesta estereotipada, lo más importante para ti no es el objeto, sino tú mismo.»

Cabría decir que la dificultad de este tipo de argumento estriba en que está cargado de valoraciones. Sin duda, es posible responder que la finalidad del arte es justamente provocar una respuesta sentimental.

«En efecto —conviene Scruton—, cabe replicar cuál es el problema con el sentimentalismo. Creo que uno de los grandes logros de la crítica literaria inglesa desde Coleridge es que no sólo ha tratado de responder a esa pregunta, sino que ha explicado realmente el problema que entraña el sentimentalismo.

»En esencia, el sentimentalismo pone un velo entre tú y el mundo. Otorga más importancia a tus propios sentimientos que a su objeto, con lo que neutraliza los sentimientos. En realidad, no respondes al mundo tal cual es; en ello estriba el defecto epistemológico del sentimentalismo. Leavis pone esto de manifiesto con mucha brillantez en su análisis de los poemas de Hardy y Tennyson en “Reality and Sincerity”. Logra mostrar cuan concreta es la visión del mundo en Hardy, y cómo interroga a los objetos y los emplea para interrogarse a sí mismo. Cada detalle suscita una pregunta evaluativa, no sólo sobre la cosa misma, sino también sobre la calidad de la emoción dirigida hacia ella. Mientras, en Tennyson fluye con facilidad la emoción, que inunda las cosas de tal suerte que apenas las vemos. No hay ni autointerrogatorio ni interrogatorio del objeto. El nivel de conciencia queda menguado.»

Me surge una pregunta interesante sobre lo que está aquí en juego. Hemos hablado de los diferentes niveles en los que cabe reaccionar ante el arte. Como alguien que prefiere la cultura popular a la alta cultura, a pesar de haber estado bastante expuesto a esta última, me pregunto si de la preferencia por el sentimentalismo y la fantasía se sigue alguna consecuencia moral y tal vez conductual.

«Yo creo que sí», responde Scruton. «Es un asunto delicado, pues depende de lo importantes que sean las cuestiones artísticas y culturales en la vida de una persona. Las opciones artísticas de la gente no revelan demasiado acerca de si el arte no es especialmente importante en su vida. Pero cuando el arte se integra en tu vida, entonces sí que se convierte en un signo de la clase de persona que eres. También se convierte en un medio de comunicación con otros, que es un importante papel del arte, al menos en nuestra cultura. Usamos nuestros gustos artísticos para clarificar nuestros sentimientos sobre otras cosas, no sólo para nosotros mismos, sino también ante los demás. Esta es una de las razones de que seamos “demandantes de acuerdo”, como dice Kant en la Crítica del juicio. El juicio estético nunca se limita a «A mí me gusta esto y a ti no»; se intenta siempre utilizar el objeto estético para arrojar luz sobre nuestra forma de vida.

»Así, a mí me costaría mucho vivir con alguien cuyo principal interés fuera la música pop. No sólo porque no la soporto, sino porque significaría una restricción de la comunicación y se neutralizaría una fuente de mis juicios.

»Por otra parte —prosigue Scruton—, soy consciente de que se trata de una visión demasiado simplista. A una parte de mí también le gusta la música pop. Puedo leer cosas sobre los entusiastas de la música pop y hacerme una idea de lo emocionante que sería ser un adicto impenitente a la MTV. Tomemos la novela de Salman Rushdie El suelo bajo sus pies. Trata de dos ídolos indios del pop, y transmite una visión, totalmente ilusoria a mi juicio, del pop como cristalización espiritual de la modernidad. Entiendo que alguien puede llegar al extremo de gustarle la música pop por esta razón, y considerarla un símbolo muy vivido de la vida moderna y un medio para involucrarse en esa vida.»

Estos comentarios sobre la música popular son interesantes, pues sugieren una preocupación que algunos pueden tener sobre los filósofos que hablan de la cultura popular. Dicha preocupación es que no estén lo suficientemente inmersos en esa cultura para poder hablar de ella de forma convincente. Le pregunto a Scruton si esto le parece un problema.

«Bueno, cuando escribo sobre música pop, es cierto que lo hago desde la distancia», admite Scruton. «Pero digo sobre ella cosas que diría un músico, más que lo que diría un entusiasta. Y los fundamentos musicales de la música popular no han cambiado.»

Cabe sospechar, sin embargo, que, al escribir sobre música popular desde la distancia, el foco de atención será inevitablemente la música pop más popular. El problema estriba en que esta clase de música pop no es representativa del género musical en su conjunto. A este respecto, es interesante que, en su Cultura para personas inteligentes, Scruton diga que la música pop se caracteriza por un nivel de empobrecimiento armónico que descarta la creación de melodías genuinas. También afirma que muchos de los actuales iconos de la música popular son tan incapaces de expresarse líricamente que acaban por enmudecer. Ni que decir tiene que existen muchos ejemplos de música popular donde ambas cosas se cumplen. Pero también hay muchos ejemplos en los que no se cumplen, por más que normalmente tengamos que buscarlos fuera de los «40 principales». ¿Por qué centrarnos entonces en los tipos menos sofisticados de música popular?



«Escogí esos ejemplos precisamente para ilustrar el fenómeno del que estaba hablando», responde Scruton. «No estaba hablando de la música popular per se, sino de una audiencia concreta de la música popular, y de su fuerza socializadora. Supongo que estaba generalizando a partir de los gustos de mis alumnos estadounidenses de aquel momento. Pero, por supuesto, existe una música pop muy sofisticada. Alguien como Eric Clapton es un gran conocedor de la forma melódica y la progresión armónica, y también de cómo conjugar ambas.

»No es mi intención condenar toda la música popular», dice. «Cuanto más avanza en la dirección de la adecuada conducción de las voces y de los conocimientos de la armonía, más claras son las emociones, menos estridente el sonido, y menos iconoclasta y dionisíaco el resultado. Lo vemos en los Beatles e incluso en los Rolling Stones. Lo que intento hacer es iniciar una crítica desde dentro de la música popular, decir lo que es bueno y lo que es malo, en términos que hasta un amante del pop pueda reconocer.»

En la base de la insistencia de Scruton en que la alta cultura es superior a la cultura popular parece hallarse la creencia de que logramos una experiencia del mundo significativamente más rica y una comprensión moral más profunda implicándonos en la primera que implicándonos en la cultura popular.

«La posición que me gustaría defender —responde cuando le planteo esto— algunos la llamarán elitista, aunque para mí eso no supone un insulto. Creo que se puede ser elitista sin ser esnob. Se puede pensar que ciertos gustos son mejores que otros, no sólo porque resultan más gratificantes, sino porque sintonizan de un modo más creativo y satisfactorio con el alma humana, sin condenar a quienes no comparten esos gustos. Esa es la posición que yo asumiría, porque sé lo que me ha proporcionado el amor por la música seria: no sólo el disfrute al escucharla, sino también la comprensión de lo relevante.

»Pensaba en ello esta mañana. Al despertar, tuve la idea de que el siglo XX había estado repleto de maravillosos adioses, y pensé en La canción de la Tierra de Mahler, en Las cuatro últimas canciones de Strauss, en el Doktor Faustus de Thomas Mann y en el Ulises de James Joyce. Son todas ellas increíbles despedidas, y pensaba en lo maravilloso que es haber conocido estas cosas, y ver cómo uno se reconcilia con la propia muerte pero también con la muerte de una civilización. Me desperté con una sensación de gratitud hacia el arte que me había dado todo esto. No creo que hubiera podido conocerlo de otro modo.»

(LO QUE PIENSAN LOS FILÓSOFOS. Julian Baggini/Jeremy Stangroom. Paidós Cotextos. 2011)









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